La primera vez que escuché la voz fue a las 3:17 de la madrugada.
Un susurro fino, casi un aliento, llamándome por mi nombre desde el pasillo.

Pensé que estaba soñando.

Pero la segunda vez… fue peor.
Sonó más clara. Más cerca.

Ábreme… —dijo la voz, suave como si hablara desde el otro lado de la puerta de mi pieza.

Me quedé inmóvil, con el corazón golpeando como si quisiera salir de mi pecho.
El pasillo estaba completamente oscuro. No había viento. No había nadie.

Solo esa voz.

Me acerqué lentamente.
Mis pasos eran tan silenciosos que podía escuchar el crujido de mi respiración.
La puerta estaba cerrada, como siempre.
Puse la mano en el pomo.

Entonces escuché otro susurro, esta vez más urgente:

¡No abras!

Era la misma voz…
Pero ahora venía detrás de mí.

Me giré de golpe. No había nadie.
El pasillo seguía vacío, helado, silencioso.

Volví la mirada hacia la puerta.

El pomo se movió por sí solo.

Primero lento.
Luego con fuerza.
Como si algo del otro lado intentara entrar.

La voz regresó, pero esta vez no sonó humana.

Déjame entrar… ya estoy adentro.

La lámpara titiló.
La sombra debajo de la puerta se estiró.
Y supe, demasiado tarde, que la puerta nunca había sido lo que separaba mi cuarto del resto de la casa…

Era lo único que me separaba de aquello que había aprendido a imitar mi voz.

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